En la cumbre del monte del sombrero, que domina el norte de la ciudad de Granada, el profesor y doctor en historia y arqueología medieval José María Civantos señala una zanja de unos cinco metros de ancho y dos de profundidad, repleta de hierbajos y basuras, que atraviesa la ladera en diagonal. “Es la acequia de Aynadamar. Tenemos documentado que durante un milenio, desde el siglo XI, proveyó de agua al Albaicín de la ciudad de Granada. Los artesanos que en los siglos XIII y XIV subían a la Alhambra para construir los palacios nazaríes o las tropas de los Reyes Católicos que en 1492 conquistaron el reino nazarí se abastecieron del agua que circulaba por esta acequia”, señala Civantos al pie de la zanja, que sube unos siete kilómetros, cruzando el barranco de Víznar, lugar de ejecución, en 1936, del poeta Federico García Lorca, hasta la Fuente Grande de Alfacar, donde nace el agua. La acequia de Aydanamar quedó en desuso a mediados de los años ochenta del siglo XX, tras más de mil años de explotación, cuando el trazado de la carretera de Granada hacia Murcia cortó varios tramos de su cauce, pero un proyecto de la Universidad de Granada, desarrollado por el laboratorio MEMOLab, y que cuenta con la financiación de la Fundación Agua Granada, la empresa EMASAGRA y la Cátedra Hidralia, pondrá de nuevo en funcionamiento este conducto durante el primer trimestre de 2022. “Quitaremos los rastrojos y los desperdicios que se han ido acumulando, enlazaremos los intervalos separados y permitiremos que el agua fluya hasta el campus de la Universidad de Granada, para que riegue sus jardines”, explica Civantos. Pero la acequia de Aydanamar no es más que una ínfima parte de los sistemas de regadío que los árabes construyeron durante los siete siglos de dominio de la península Ibérica y que a partir de la década de los sesenta y setenta quedaron abandonados y cubiertos de hierbas y hojarasca por el vaciamiento del campo y la presión del sector agroalimentario en favor de un modelo de explotación intensivo, con sistemas presurizados de riego localizado, incompatible con los métodos tradicionales. Para prevenir este abandono, la Universidad de Granada puso en marcha en 2014 un programa de recuperación y limpieza de acequias que tuvo su primera intervención en la localidad de Cañar, en la Alpujarra granadina, donde una pequeña comunidad de unos 200 vecinos había comenzado a reactivarse después de años de abandono. “La universidad aportó recursos y grupos de voluntarios y la comunidad de regantes prestó un cortijo en la sierra para alojarlos y material. Durante un mes, estudiantes y voluntarios trabajaron hasta dejar limpia la acequia de Barjas. Cuando el agua comenzó a fluir, por primera vez en 30 años, hicimos una fiesta, la fiesta del agua, que desde entonces repetimos cada mes de marzo”, recuerda Cayetano Álvarez, presidente de la comunidad de regantes de Cañar y cuya finca de dos hectáreas, donde cultiva ajos y habas, fue una de las muchas beneficiadas por el caudal de agua. Pero además la acequia ha fortalecido los lazos sociales, ya que su cuidado exige la colaboración de toda la comunidad. “Tenemos un acequiero que se ocupa de que la hoja no entre en la acequia cuando circula por los robledales. Por lo demás, somos los vecinos quienes nos organizamos para mantenerla limpia y para repartir los derechos del agua, no solo en Cañas sino con otros pueblos como Órgiva, que también se benefician”, señala el agricultor alpujarreño. En 2015, un año después de su puesta en marcha, la acequia de Barjas recibió un reconocimiento a las buenas prácticas, en la categoría de “intervención en el territorio”, por la asociación Hispania Nostra. “Desde entonces hemos colaborado en la recuperación de 14 acequias que se encontraban abandonadas, algunas incluso desde hace 40 años, y hemos participado en la limpieza anual de al menos otra treintena. Esto ha supuesto actuar sobre más de 80 kilómetros de acequias y la participación de unas 1.500 personas”, resume Civantos, que compatibiliza la defensa de la agricultura tradicional con el empleo de últimas tecnologías o el uso de redes sociales para convocar y organizar a los voluntarios de estas iniciativas. A pesar del esfuerzo realizado, el desafío pendiente es enorme, ya que solo en el entorno de Sierra Nevada hay topografiados en campo unos 3.000 kilómetros de acequias, aunque Civantos calcula que solamente en las provincias de Granada y Almería habrá unas 24.000. “Pero no es solo una cuestión de voluntariado y de recursos, sino también de reconocimiento social hacia lo rural, la actividad agraria y los conocimientos ecológicos locales, científicamente válidos en la mayor parte de los casos, que han generado paisajes llenos de valores culturales y ambientales que representan un capital descomunal y son clave para garantizar nuestro futuro como especie”, agrega Civantos. Una revolución económica En el año 711 de nuestra era, tras la fulgurante campaña militar que concluyó con la destrucción del reino visigodo y la conquista de la península Ibérica, los invasores musulmanes dejaron a un lado espadas y lanzas, cogieron picos y palas y comenzaron a cavar acequias, aprovechando las pendientes del terreno y usando palos y piedras para construir presas junto a los ríos, tal y como habían visto hacer a sus antepasados en Siria y Arabia. “El regadío y los manejos del agua fueron esenciales para el desarrollo económico de Al-Ándalus. Solo así se explica el esplendor de los propios Omeyas y de la Córdoba califal”, explica Civantos. Aunque en la península Ibérica ya existían sistemas de canalizaciones muy sofisticados, como los acueductos romanos, los árabes colocaron el regadío en el centro del sistema productivo. Las acequias, galerías de drenaje, balsas y albercas no solo permitieron introducir nuevos cultivos que provenían de zonas tropicales y monzónicas y adaptarlos al clima mediterráneo, como los cítricos, caña de azúcar, algodón, arroz, alcachofa o espinacas, sino que también facilitaron una diversificación y aumento de la productividad que generó un excedente esencial para el desarrollo de la industria y el comercio en ciudades como Almería o la propia Granada. “Un claro ejemplo será el cultivo de morales y el gusano de seda, de cuya cría se ocupaban las mujeres de los campesinos, que dará lugar a una floreciente actividad económica y a la exportación de hilo y tejidos desde enclaves como Almería a todo el Mediterráneo y Europa”, aclara el profesor de la Universidad de Granada. La expulsión definitiva de los moriscos, a finales del siglo XVI y principios del XVII, puso fin abruptamente a este modelo económico.